—¡Mamá, me hago pis!
—exclamó Adrián mientras daba saltitos para contenerse las ganas.
No había mejor
despertador que aquel que sonaba puntualmente a las cinco de la mañana de cada
lunes, martes, viernes y sábado. Almudena, que así se llamaba la madre, llevaba
divorciada cuatro años, dos menos de los que tenía Adrián. Todas las mañanas
eran iguales: se levantaba con el pelo revuelto y con los ojos pegados,
intentando adivinar dónde encontrar el interruptor de la luz para no caerse
mientras llevaba al niño al baño. Siempre se preguntaba lo mismo: “¿cuándo
dejará de despertarme para ir a hacer pipí?” Seguramente le daba miedo la
oscuridad o, simplemente, quería estar más tiempo con su mami. Sin embargo, esa
mañana era diferente:
—Mamá, ¿te puedo pedir una cosa? —dijo Adrián con unos
ojos
azules abiertos de par en par.
—¿Qué quieeres? —volvió
a preguntar la madre alargando las “es” en su garganta.
—¿Podrías comprarme
una piruleta grande, de esas rojas y blancas? Por fa, por fa, por fa…
—Ya veremos.
Casi estaban
llegando al colegio y Almudena se agachó para despedirse con un beso en la
mejilla. Se volvió a montar corriendo en el coche porque tenía poco tiempo para
prepararse antes del trabajo. Ese día era muy importante para ella: se inauguraba
un nuevo museo en el centro de la ciudad y tenía como responsabilidad realizar
la primera visita guiada en honor a su apertura. En su cabeza resonaban algunas
fechas y nombres históricos que no debía olvidar, la cita del médico que tenía
que pedir para su hijo, los puerros que necesitaba comprar para la comida, las
clases de inglés y el regalo de su amiga, que cumplía cuarenta años.
Una vez en el
trabajo, Almudena se enfundó su sonrisa más sincera y la primera visita al
museo resultó ser un éxito. De camino otra vez al coche se hizo una coleta para
estar más cómoda y se quitó los zapatos. Por fin llegó al supermercado. “¿Qué
es lo que tenía que comprar? ¡Ah, sí!” Los puerros nunca fueron su alimento
favorito, pero había descubierto que mezclándolos con patata y nata estaban
riquísimos y a Adrián le volvían loco. Además, eran muy sanos. Mientras pasaba
por la estantería de caramelos, dulces, rosquillas y piruletas, se acordó de
pedir cita para el dentista. ¡Pobre pequeño!… Tenía un diente que le estaba
molestando los últimos días y la madre, decidida, llamó al Dr. Gutiérrez que,
por suerte, tenía hueco para la mañana siguiente.
Era la hora de
recoger al niño y hacer la vichyssoise y
de freír los filetes, aunque sin mucho aceite, que Adrián ya estaba gordito.
Almudena, embelesada en la tele, fijaba los ojos en aquellos dibujos rosas y
verdes comenzando a pensar en mil historias que le viajan por su cabeza como si
de una autopista con tráfico en hora punta se tratara. El tan ansiado silencio
se quebrantó por un grito que le removió el corazón, haciéndolo bombear a la
velocidad del de un ratón.
—¡Mamá! ¿Me has comprado eso?
—¿El quéeee?
—¡La piruleta grande, roja y blanca!
La madre le recordó
a Adrián que iban a llegar tarde a la clase de inglés. Masticaban tan rápido
que el pollo parecía ser triturado con violencia; menos mal que la crema de
puerros se la habían tomado entera…
“¡Qué cabeza tengo!”—pensó
Almudena—. “He estado en el supermercado y me he olvidado de comprarle un
detalle a mi amiga”. Tanto Almudena como Adrián debían de gozar de buena salud
porque acostumbraban a ir corriendo de un sitio para otro, como si en la vida
no hubiera tiempo que perder. Aunque, ese tiempo ahorrado ¿iría a alguna parte?
El día terminaba
cuando Almudena llevaba al niño, como cada martes y sábado, a casa de Iván “el
alto”, el padre de Adrián, que así se hacía llamar por sus amigos de baloncesto.
—Mamá, ¿me has comprado
lo que te dije? —preguntó de nuevo Adrián clavándole los ojos a su madre.
—No he podido, no he
tenido tiempo. Además, no puedes comer caramelos hasta que te vea el Dr.
Gutiérrez.
—¡Para una cosa que
te pido…! —refunfuñó Adrián cruzándose de brazos y dando una patada al suelo.
Ya en casa del
padre, Almudena se apresuró dándole los datos de la cita del médico a Iván y
poco a poco se alejaban sus pasos sobre las baldosas grises del camino de
regreso a casa. Se comió un yogur y se quedó dormida en el sofá del salón.
Al día siguiente,
Iván llevaba a rastras a Adrián para ver al médico y la visita resultó ser muy
productiva porque el Dr. Gutiérrez, que tan fiero parecía con ese bigote negro,
le había regalado al pequeño Adrián una piruleta grande, roja y blanca.
Almudena recogió al niño después de la clase de kárate y decidió ir a ver a la
abuela, que estaba malita. Mientras tanto, Adrián le contaba lo bien que le había
ido la cita con el doctor, aunque pronto se percató del error que había
cometido cuando Almudena, enojada por lo que oía, llamó a Iván recriminándole su
conducta al aceptar la piruleta.
—¡Mamá!, la piruleta
era para Carla —gimió el chiquillo empapado en lágrimas.
—¿Quién es Carla? —preguntó la madre con gesto
confuso.
—Una niña de mi
clase a la que se le ha caído un diente y el Ratoncito Pérez no le ha dejado
nada debajo de la almohada —masculló Adrián mientras seguía llorando.
Pobre Carla, se
había quedado sin regalo porque sus papás le explicaron que el Ratoncito Pérez
estaba en crisis, pero esto ella no lo entendía. Adrián tampoco entendía nada,
por lo que decidió regalarle a su amiga la piruleta del Dr. Gutiérrez tan
grande, tan roja y tan rica.
Cuando llegaron a
casa de la abuela le contaron todo lo ocurrido y Adrián, que es muy revoltoso,
aprovechó el beso que le dio para quitarle su audífono, y fue en busca de su
madre, a la que se lo colocó en la oreja diciéndole: “Mamá, sólo te pido una
cosa: escúchame”.